Fragmentos de : Decepción del polvo en la tormenta

Portada Decepción del polvo en la tormenta

Pequeño truco de desaparición

Él está allí, de pie en la cocina, con su frac negro desvaído, el chaleco blanco apagado, la pajarita salpicada con un puñado de lentejuelas dispersas. La pajarita es de color rojo, del rojo de un tomate secado al sol. Sostiene la chistera en la mano derecha.
Ella, de pie frente a él, le grita.
—¡Hueles a coño!
Él es mi padre, ella mi madre. Saco la galleta que sostengo de dentro del vaso de leche, tiembla un poco y se rompe. Me quedo entre los dedos sólo con una esquina.
—¡Eres un cabrón! ¿Lo sabes?
—No he estado con ella. No he estado con ninguna.
Cojo la cucharilla para pescar la galleta invisible del fondo
del vaso.
—Quiero que te vayas.
—Mujer…
—No quiero verte más. Estoy cansada, cansada de las mentiras, de que te pases las noches fuera de casa, de todo. Estoy cansada, cansada. —Ella le da la espalda, cruza los brazos y mira al suelo. Cerrando los ojos, aprieta los dientes como si le hubiesen dado una patada en la espinilla.
….

Ya estamos viejos para esto


—Dejémoslo —se mostró conciliador el Doctor N.
—Sí, claro. También recuerdo aquella vez, en El Cairo, con la banda de asesinos saca ojos, o en Rusia, con aquel caníbal de las nieves.
—Vamos, vamos, de eso hace años. No sea rencoroso, al fin y al cabo eran sólo negocios.
—Naturalmente. Dígaselo a mi terapeuta. Desde el incidente de Nepal no consigo dormir como Dios manda. Me asaltan las caras de las gemelas descuartizadoras y me despierto entre sudores fríos.
—Ah, las maravillosas gemelas. Se enamoraron del mismo hombre. El pobre individuo terminó en dos mitades. Después de eso la relación entre ellas se malogró. Una trabaja ahora como cirujano en un importante hospital, la otra montó un restaurante donde sirve las mejores chuletas del viejo continente. Antes de que se marche le daré la dirección.

—Habrá sido difícil reemplazarlas. ¿Ya tienen sustitutas? —dijo
B. mirando a los lados de reojo.
—No se preocupe. Precisamente le hice llamar porque todo eso ya
pasó. Quería que fuese usted el primero en saberlo. Después de
tantos años de… relación profesional, casi le considero un amigo.
—Me siento halagado —dijo B. con su mejor sonrisa falsa.
—Sepa, amigo mío, que he decidido jubilarme.
—¿Jubilarse?

El fantasma del río Cao

Desde que murió, hacía más de un año, la madre de Li se le aparecía sentada junto a la lumbre, iluminada apenas por las ascuas. Muda, con la melena blanca recogida en un pulcro moño. Él había sido un buen hijo. Cuidó de sus padres hasta que estos, ya
ancianos, murieron. La granja de la familia Li era una de las más prósperas de la ribera del río Cao, uno de los innumerables afluentes del río Xi. Vivía con austeridad en una pequeña casa, no
lejos del río. Su familia llevaba generaciones en aquella granja y él no quería ser el último.
No se casó en su momento por no ofender a su madre, mujer exigente a la que las dos chicas que pretendió Li, y todas las demás, le parecían poco.
Ahora, que estaba solo, pensó que debía buscar esposa, asegurar una descendencia que sustentara su vejez. Deseaba dos hijos.

Encurnia

El tren se detiene con un estridente chirrido, un bufido y un bamboleo que sacude desde la locomotora hasta el último de sus tres largos y anticuados vagones. El viajero despierta en su asiento, se masajea la nuca y mira su reloj. De un salto se pone en pie. Levanta la cortinilla. Por la ventana, ve el andén vacío. Desde su vagón, el último, no puede ver el nombre de la estación. Acercando la muñeca a los ojos mira de nuevo su reloj. Hace rato que debía haber llegado a su destino. Teme haber pasado de largo mientras dormía. Estira el cuello buscando a quién preguntar. Sale al pasillo. Ni en su vagón, ni en el precedente ve ningún viajero. Toma su maleta, recorre apurado los vagones buscando al revisor. No lo encuentra. No queda nadie en el tren. Desde la puerta del primer vagón, descuelga medio cuerpo fuera. Frente a él, el nombre de la estación: «Encurnia». Nadie a la vista. …

Los rusos no llegaron a la luna

Sin preámbulos: hacía tres largas semanas que no se me levantaba, en realidad casi cuatro.
La mujer con la que convivía por entonces se había mostrado paciente y cariñosa, al menos las dos primeras ocasiones en que mi… «Saturno V» no se elevó. Durante los años de la carrera espacial, que un cohete no despegase ocurrió bastante a menudo, pero al menos los ingenieros no tenían que mirar su cohete, mermado, flácido y carnoso, ocultando su incompetencia con la única jodida frase, de un solo uso, que se ha inventado para esa ocasión: «No me había pasado nunca» o la grosera alternativa «Es
la primera vez que me pasa».
Como digo, ella lo llevó muy bien, me dijo que no importaba, que eso le ocurría a todos los hombres y más a menudo de lo que se cree. Frase que alarmaría a un cosmonauta con el «módulo» sin problema de acoplamiento en órbita, cuanto más, a un hombre de mediana edad con un pene «con dos lanzamientos abortados» tras la cuenta atrás.

Flor de patata


Un día, el camarero entró de improviso en el almacén sorprendiéndome sobre el saco de papas, con el lápiz en la mano y una libreta sobre las rodillas.
Me miraba mientras buscaba algo de estantería en estantería. Su
tripa, apenas contenida dentro de la camisa blanca, casi me rozó
la nariz un par de veces. Yo mantenía el lápiz suspendido sobre la
hoja, al filo de las cuatro líneas que había escrito.
—¿Qué escribes? —me preguntó, mientras de puntillas palpaba la
balda superior de una de las estanterías.
—Cuentos —respondí. Ninguno miraba al otro, o eso creo.
—¿Eres escritor? —dejó su búsqueda con un suspiro de frustración.
—Escribo, eso es todo.
—Yo también quise ser escritor una vez —dijo apoyando el culo contra la pared—. Hace diez o doce años pensé que podía hacer algo artístico. Descarté hacerme músico porque tengo los dedos como croquetas. —Levantó la mano y la puso frente a mi cara; desde entonces no como croquetas—. No me gustaba pintar, no sé cantar. Leí un par de libros y me gustaron. Decidí que podría escribir una novela. Supuse que igual que había profesores de música o canto, tendría que haberlos de novelas.

Donny Dundee

Donny apretó el paso, sabía que era tarde. Llegó a la tapia de ladrillo pardo del patio trasero de los Spencer, se paró frente a la puerta, estiró la cazadora, se pasó la mano por el pelo rizado intentando peinarlo un poco y por último, comprobó que tenía los
zapatos limpios. Empujó la puerta y entró. En el jardín, que no era mucho más grande que cuatro plazas de aparcamiento contiguas, había al menos treinta personas: hombres, mujeres y niños que iban y venían charlando, comiendo y bebiendo, principalmente cerveza. En una esquina, sentado en una silla de plástico demasiado baja, estaba el Sr. Spencer, el padre de Nancy. Era la primera vez que Donny veía al Sr. Spencer con traje. Desde la camisa hasta los zapatos todo le quedaba grande. El color del traje, un marrón diarrea, no ayudaba. El Sr. Spencer se había abierto el botón superior de la camisa y aflojado la corbata. Donny no se acercó lo bastante como para distinguir qué eran las pequeñas formas estampadas sobre ella. Cuando el Sr. Spencer le vio, cabeceó tres veces arriba y abajo, luego siguió mirando la tapia a través del ámbar de su vaso de cerveza. El Sr. Spencer no hablaba mucho.
Donny saludó a algunos y otros le saludaron a él. Era una comunidad pequeña, todos eran familia, vecinos o conocidos. Avanzó hacia la puerta de la cocina. Debía ver a Nancy, explicarse y recibir un merecido rapapolvo por llegar tarde al bautizo de su sobrino. Aquel día sí que lo tendría merecido. No llegó a entrar, Nancy apareció empujando con el culo la puerta de la cocina, acarreando una caja de cervezas en los brazos.
—Yo te ayudo —dijo Donny agarrando la caja al tiempo que ella se
giraba.
—¡Joder, Donny! ¿Dónde coño andabas? Tenías que haber llegado hace una hora. ¿Acaso no recordabas que hoy era el bautizo del hijo de mi hermana?
—Estaba terminando el trabajo. He venido directo —dijo Donny colocando la caja sobre otras cinco que ya estaban vacías a un lado de la mesa del jardín.
—No entiendo cómo se te puede hacer tarde. ¡Por Dios, sólo destripas pescado! ¿Te habrás lavado bien? No quiero que te me acerques si hueles a pescado. ¿Traerás los zapatos limpios, nada de tripas pegadas en la suela?