La mirada de Berlanga

Imagen de mohamed Hassan en Pixabay
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No deja de sorprender, que en tantas ocasiones la mirada artística sea la más lúcida de las miradas, la que permite ver sin grandes complicaciones la sustancia misma de algo. Una sustancia difícil de asir, de explicar, de entender. Siempre que me he topado con un extranjero, que mostraba su sorpresa antes algún elemento que le resultaba particularmente incomprensible o llamativo de nuestra idiosincrasia patria, le he recomendado que viese las películas de Luis García Berlanga.

Los personajes de Berlanga, tan simples y tan complejos como cualquiera de nosotros, se topan con todo lo que supone ser lo que son: el fiel reflejo de prácticamente medio siglo. Para componer esta peculiar historiografía, hicieron falta un batallón de inmejorables actores y actrices, que llenaban la pantalla de una humanidad desprovista de aspavientos y heroicidad, un puñado de impecables guiones (buena parte escritos al alimón con el grande y humilde Rafael Azcona), un gran equipo de profesionales y un director tildado de mal español. Qué no es poco.

Berlanga supo como nadie ponernos frente a nosotros mismos, frente a las pocas grandezas y las muchas miserias de las que se jalona, a su pesar, la vida del españolito medio. Con esos mimbres hizo comedia, comedia agridulce, comedia negra, pero comedia.

El repaso de algunos de los títulos de sus películas, configuran una asequible cronografía de la pequeña historia de España. Esa historia que lleva en volandas al insignificante ciudadano de a pie.

Partiendo de los grises, pero a su manera esperanzados años cincuenta en que rueda «Esa pareja feliz» (codirigida por Juan Antonio Bardem) y «Bienvenido, Mister Marshall». Europa se alejaba a zancadas de la Segunda Guerra Mundial, y aquí se mantenía la ilusión de que podíamos ser «liberados». Pero terminan los cincuenta sin que ocurra nada, salvo la consciencia de que España es diferente y que la cosa puede ir para largo. En «Los jueves milagro», los habitantes de un pequeño pueblo deciden promocionarse a base de simular puntualmente un discreto milagro. Para comer no queda otra que exprimir lo que se tiene, y sino se tiene se inventa. Eso no se llama fraude, se llama picaresca que es una cosa muy nuestra.

Llega la década de los sesenta demostrando que, la supervivencia sigue estando a la orden del día, que bien se trate de pagar la letra del motocarro o de conseguir un piso, se tropezará una y otra vez con todo tipo de complicaciones y calamidades. «Plácido», que no desea más que ser trabajador, formal y buen pagador, se amarga de puerta en puerta en plena Nochebuena persiguiendo y sirviendo a la gente de bien, para las que sus preocupaciones son una minucia. En «El verdugo», su protagonista atrapado igualmente por las espiral de las circunstancias, se verá obligado a ejercer su terrible profesión, a la que ha accedido solo para garantizar un techo a su familia. La necesidad es mucha, y aunque sea a rastras, cada uno tendrá que hacer lo que se espera de él. No hay concesiones, en esa España en blanco y negro, la felicidad es algo remoto que queda muy a trasmano.

«¡Vivan los novios!» presenta una España en el tardo franquismo, reprimida y llenándose de desinhibidos turistas en bañador. Europa y lo que significa está ahí, casi al alcance de la mano, sin embargo aquí las cosas siguen funcionando a su propio ritmo. La boda de los protagonista se llevará a cabo, aun teniendo que ocultar el cadáver de la madre del novio en una bañera hasta pasado el convite. De nuevo una presunta felicidad convertida a empujones en profunda decepción.

En los siguientes veinte años se cierra una época y se abre otra. La trilogía de la familia Leguineche que empieza con «La escopeta nacional», deja a las claras que han cambiado las formas pero no el fondo. El español que hasta ahora sobrevivía contra viento y marea, aspira a ser mejor, a tener posibles, a demostrar que es moderno y burgués. El país, de nuevo a su manera, quiere ser Europa. Berlanga enseña entonces la caída de los grandes de España, personificada por el estrafalario marques de Leguineche y su decadente familia, y la llegada de los nuevos mandamases: políticos y empresarios. Los demócratas pretenden dan la vuelta al país como a un calcetín. Finalmente todo queda en eso, está dado la vuelta pero es el mismo calcetín. Los pretendidos pro-hombres también son más de lo mismo, pícaros y vividores sin escrúpulos, con lo que más valdrá no toparse. Gentes que comparte una aspiración última: «dar un pelotazo«. Todos ellos serán retratados a comienzos de los noventa en «Todos a la cárcel».

En 1985 Berlanga crea una película que, en mi opinión debería formar parte del temario de Historia de escuelas e institutos. «La vaquilla» resume el cainismo absurdo y terrible de este país, donde lo único que nos enfrenta a unos con otros convertidos en marionetas, es la ideología tragada a cucharadas, dogmática, venenosa y mortal. Si hay algo que demuestra La vaquilla, es que no es posible reconocer al enemigo a simple vista ya que es igualito que nosotros, por dentro y por fuera. Lo dice a la perfección el Brigada Castro interpretado por el enorme Alfredo Landa:

Lo que es la vida mi teniente. Aquí en pelota, ni enemigos ni nada. Y además nos invitan a desayunar

Por suerte tuvimos un creador que supo como nadie retratar nuestro semblante al claro-oscuro, en blanco y negro y en color. Tal vez en algún momento, las películas de Berlanga ya no representen el día a día del hombre y la mujer de la calle. Viendo las noticias, dudo mucho que ocurra, y si ocurre no será pronto. Es innegable que todos nosotros vivimos día sí día no situaciones que no admiten otro adjetivo que el de «Berlanguianas».

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(Leer fragmentos)

«Decepción del polvo en la tormenta»

Portada Decepción del polvo en la tormenta
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