La Megalópolis que devoró al mundo

Foto de Lukas Rodriguez - Pexels
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Dentro de los variados escenarios urbanos, ofrecidos por la ciencia ficción, encontramos inmensos rascacielos solitarios, cierto tren o barco errante, la claustrofóbica ciudad subterránea, las colonias espaciales o las ciudades flotantes. Por el momento, solo uno de los escenarios se está materializando: la «Megalópolis«. La ciudad gigantesca que crece y se extiende imparable e inabarcable.

Las grandes metrópolis no son algo reciente. La antigua Roma soportó, en la época de máximo esplendor del imperio, una población de un millón de habitantes, otro tanto ocurrió con la ciudad de Edo (actual Tokio) durante el periodo Tokugawa.

Para considerar a una ciudad como «Mega» o «Ciudad región» (otro término aceptado), su población debe alcanzar o superar los diez millones de habitantes. A su lado, los 80 mil habitantes de Andorra o los 350 mil de Islandia; ambos países soberanos, parecen una broma.

Una de estas mega-ciudades contendría la mitad de la población de Chile, o toda la población de países como Portugal, Honduras o Austria.

Sin embargo, esos inimaginables diez millones de habitantes, ya han sido superados ampliamente por algunas de las megalópolis actuales: Tokio (36 Mills.), Delhi y Seúl (22 Mills.), Bombay, Sao Paulo y Ciudad de México (20 Mills.). Las restantes, como Nueva York, Shanghái o Yakarta se acercan más a los 20 millones que a los 10 que roza Londres.

Una acumulación desorbitada de población, en comparación con los menos de cuatro millones de Madrid o los casi tres de Roma.

Ninguna de las mega-urbes deja de crecer, al contrario, su expansión se acelera devorando no solo el espacio, sino todo tipo de recursos humanos y materiales.

Quienes viven en ellas, quienes acuden buscando oportunidades de manera voluntaria o forzada por las circunstancias, son el verdadero sostén elemental de esas ciudades mastodónticas. Más ciudadanos equivale a mayor poder económico, y sobre todo político. Pero al mismo tiempo, ese sinnúmero de ciudadanos, son el mayor reto: interminables desplazamientos, falta de acceso a los recursos públicos, necesidad de infraestructuras, el acceso a la vivienda, el hacinamiento habitacional, la inseguridad creciente, el aumento de la pobreza, etc. En definitiva, la caída de todo aquello que entendemos por calidad de vida. Resultando el día a día, en una conversión en rehenes de una ciudad que prometía todo, y con demasiada frecuencia entrega migajas. Meras hormigas obreras, en una cola infinita de hormigas anónimas.

La pandemia del COVID 19 dio lugar a un éxodo urbano sin precedentes. Quienes pudieron, escaparon a lugares más pequeños, más habitables, rodeados de naturaleza o junto al mar. Huyeron, no solo del virus, también de la ciudad que les tenía cautivos. Una epifanía similar, a la de quien recibe el diagnóstico de una terrible enfermedad, y pasa a plantearse toda su existencia, su rutinaria infelicidad, su futuro. Es paradójico que la plaga global, haya ofreció una oportunidad, la excusa, el valor para escapar.

Como ocurría en la Antigua Grecia, estas nuevas Polis van camino de convertirse en ciudades estado. Sus alcaldes han pasado de meros servidores públicos, a celebridades que viajan por todo el mundo buscando alianzas. Los territorios y poblaciones fuera de su área de influencia o interés sufren despoblación, y luchan por su supervivencia, en una pelea absolutamente desigual y perdida de antemano. Se calcula que para 2030 más del 60% de la población mundial vivirá en ciudades, mucha de ella amontonada en alguna megalópolis.

Frente al éxodo, para quienes se quedan, se plantea una alternativa esperanzadora un nuevo modelo de ciudad: la ciudad de los quince minutos. A grandes rasgos plantea disponer todo lo esencial para la vida diaria (trabajo, educación, alimentación, ocio, espacios abiertos), a no más de quince minutos, caminando o en bicicleta, para garantizar un entorno amigable de proximidad social, retornando al concepto tradicional de comunidad. No me parece un mal planteamiento. No obstante, tiro de ironía en este caso, eso ya está inventado, se llama pueblo y están en peligro de extinción porque se les quiebra el futuro.

Si no se fomenta la pervivencia de pueblos y ciudades medianas, donde sea posible vivir, en un amplio sentido; no será posible pensar en otra opción, en otra vida. Hasta donde alcance la vista el mundo será una ciudad, y esa ciudad dura y hostil será el mundo.

Mi libro de relatos

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«Decepción del polvo en la tormenta»

Portada Decepción del polvo en la tormenta
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Razonable traición

Imagen de DEZALB en Pixabay
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Traidor, forma parte de ese grupo de palabras que, inevitablemente, incita a la repudia, como: chantajista, pervertido o asesino.

Al chantajista se les dispensa atendiendo al motivo del chantaje, o la catadura moral de su víctima. Al pervertido se le puede tolerar, siempre que su perversión sea privada y no haga daño a nadie. En cuanto a los asesinos, existe el eximente de la «defensa propia».

Al traidor no se le admite disculpa alguna. Con independencia de los motivos y las circunstancias, siempre es y será un traidor. Basta con caer bajo sospecha. Incluso si las pruebas en su contra son escasas, livianas o fabuladas, pocos correrán el riesgo de salir en su defensa, y ser señalados a su vez de traidores. Como ejemplo, lo ocurrido al capitán Alfred Dreyfus, acusado de espionaje en 1894, y convertido en excepción histórica al tener la suerte de topar con la terca defensa de Zola (al que no le salió gratis).

Quien traiciona siempre corre un riesgo, pues aunque triunfe, la traición se paga. Recordemos a los tres oficiales celtíberos: Audax, Ditalco y Minuro, que por asesinar al caudillo lusitano Viriato, fueron recompensados por el consul romano Quinto Servilio Cepio con la muerte: «Roma no paga traidores«, sentenció mientras traicionaba a su vez el acuerdo prometido. Como dice el dicho: «Traición con traición se paga».

Judas entregó a Jesús, Malinche facilitó a Hernan Cortés derrotar a Moctezuma, Bruto dio la cuchillada final a César, Efialtes de Tesalia vendió a Leónidas. Quedaron unidos unos a otros para siempre. A cambio, el traidor gana su lugar en la historia. Su acto le degrada y le engrandece al mismo tiempo. Marca una inmensa diferencia entre lo que pudo ser y fue. Sin su intervención la historia sería totalmente diferente.

Julius y Ethel Rosenberg murieron en la silla eléctrica en 1953, acusados de facilitar a la Unión Soviética los planos de la bomba atómica. Mildred Gillars fue condenada de 10 a 30 años de cárcel por colaborar con la propaganda nazi.

Por tanto, se trata de seres miserables, débiles, cobardes y mezquinos que desean medrar. Ambiciosos sin escrúpulos, o bien envidiosos y resentidos que quieren vengarse de alguien mejor que ellos, superior a ellos. El traidor es consciente de su inferioridad, y su inevitable derrota en un enfrentamiento directo. ¿No denotaría eso su inteligencia? ¿Podríamos verlo de otro modo? Tal vez, como un individuo cansado de que tanto su propia persona, como sus ideas y argumentos, sean desdeñados, ignorados, desoídos y ridiculizados.

Incluso en la ficción, el gran protagonista se eleva si tiene un traidor a mano. Fredo Corleone paga por sus pecados, pero es Michael quien condena su alma en el fratricidio. Al igual que Macbeth, alcanzado el trono al asesinar al rey Duncan, o Darth Vader rindiéndose al lado oscuro, metáfora inmensa de la traición: oscuridad perpetua, deformidad, maldad, dolor interno y externo, castigo eterno.

Podemos entender al que se vende, disfrutando de los conseguido gracias a su repudiable acción, pero el traidor que flaquea atormentado por los remordimientos, ese nos repele. Así ocurre con el Coronel Nicholson en «El puente sobre el río Kwai«. El patético arrepentimiento tras la traición consumada, o peor, el que la frena impidiendo llevarla a cabo, le quita dignidad al traidor.

¿Existe el buen traidor?

Damos por descontado que, al traidor lo mueven oscuras motivaciones como la envidia, el menosprecio, la codicia, la venganza. Todo en interés egoísta. Sin embargo, en la larga lista de traidores, a algunos les han movido valores e ideales.

El Teniente Coronel Stuart Couch, «traicionó» su papel de fiscal militar en Guantánamo, al negarse a procesar a un prisionero torturado. El escritor Dalton Trumbo, pagó con la cárcel y la inclusión en la lista negra, su negativa a dar nombres para alimentar a la perversa jauría del «Mcmarthismo». El coronel Claus Von Stauffenberg, una de las figuras centrales de la Operación Valkiria para asesinar a Hitler, fue fusilado. Katharine Gun, una joven traductora, terminó enjuiciada por violar «La ley de secretos oficiales» del Reino Unido, al destapar un plan por parte de los Estados Unidos para espiar a países críticos con su postura en la Guerra de Irak.

Variadas son las razones que mueven a la traición. La próxima vez que oiga escupir la palabra «traidor o traidora» recuerde que, de manera excepcional, la traición puede ser un último y desesperado acto de valor.

Mi libro de relatos

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«Decepción del polvo en la tormenta»

Portada Decepción del polvo en la tormenta
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El periodista agradecido

Imagen de Şahin Sezer Dinçer en Pixabay 
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La serie se llamaba, o se llama, porque las series, sobre todo las buenas no mueren; como iba diciendo, la serie se llamaba «Lou Grant«. Lou Grant, era un tipo bajito, mayorcete, y con poco pelo (interpretado por el actor Ed Asner), un vivaz periodista veterano con tinta en las venas, que como editor de «Los Ángeles Times», repartía experiencia esforzándose por mantener intacta la esencia del periodismo comprometido.

Para él, no podía existir un buen periodismo sin una buena ética del oficio.

En aquella redacción había lugar para otros personajes, como el fotógrafo capaz de arriesgar el pellejo por una instantánea, la audaz reportera en busca de la verdad, y la todopoderosa propietaria del periódico Margaret Pynchon, interpertada por Nancy Marchand, e inspirada sin duda en Katharine Graham.

En no pocas ocasiones, el mayor peligro no estaba en las populosas calles de Los Ángeles, sino en los despachos, donde como dice Vito Corleone en El Padrino, están los poderosos, los que mueven los hilos. Eran esos poderes de despacho y sus intereses, quienes con mano invisible, alcanzaban a hacer desaparecer un titular, una noticia. Borrar la realidad incómoda o inconveniente.

Eran tiempos en los que los periódicos seguían siendo el pilar del «Cuarto poder«. «Libertad de prensa» no era un eslogan, era una necesidad, un derecho ganado a pulso.

Apenas existen ya series de periodistas, y los personajes que representan a la prensa son, en la mayoría una caricatura simplona, una mera excusa estereotipada para la trama. Los periodistas de Lou Grant eran el reflejo de aquella etapa, como los periodistas de ficción de las series actuales son el reflejo de la nuestra.

El poder y la influencia de los grandes periódicos se han desvanecido. Del mismo modo lo ha hecho el periodista de raza. No sé si es la máxima aspiración, pero la cota más alta de triunfo, para quien desea ganarse un puesto como «gran periodista», en la actualidad parece consistir en llegar a ser «tertuliano amaestrado» en algún programa de televisión, apresurándose en teatralizar opiniones dictadas, y posiblemente, necesitados en cubrirse con una pátina de prestigio intelectual, escribir al menos un libro que alaben propios e ignoren ajenos.

En demasiadas ocasiones, sonroja y da vergüenza ajena ver como vociferan especulando, como auténticos expertos en nada, de plató en plató de televisión, de cadena en cadena, sin que nos sorprendan, por esperadas, una sola de sus palabras. Retorciendo con desenvoltura los hechos para, si uno es un poco mal pensado, contentar a los herederos de aquellos poderosos de despacho que continúan moviendo los hilos.

Estoy seguro de que siguen existiendo auténticos profesionales que se dejan la piel. Da cuenta de ello la larga lista de periodista perseguidos, amenazados o asesinados en muchos países. No toda la profesión está podrida. Como espectador de esta realidad, no puedo por menos que preguntarme: ¿queda un Lou Grant y un grupo de periodistas como aquellos, en alguna redacción del llamado primer mundo?

Era cotidiano hace años, usar los periódicos viejos para envolver el pescado fresco. Mucho de ese olor penetrante, se percibe a través de las modernas pantallas cuando se reúnen «periodistas», para con la pueril solvencia y corrompida veracidad, que se supone a estómagos agradecidos, decirnos como están las cosas.

Me gustaría equivocarme, sin embargo, el día a día parece empeñado en demostrar que, la ética y el saber hacer que otros tiempos en la profesión periodística, en general solo existe como anticuado material de ficción.

A la venta

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«Decepción del polvo en la tormenta»

Portada Decepción del polvo en la tormenta
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Muertos sí, desnudos no

Imagen de Rodrigo Prudencio en Pixabay
Imagen de Rodrigo Prudencio en Pixabay
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A diario me admira la indulgencia que nuestra sociedad demuestra con la violencia, y la intolerancia significativa hacia el sexo. He de suponer, que existe una cantidad ingente de sesudos y pormenorizados estudios, cargados de gráficas multicolores y extensos porcentajes, demostrando que el sexo es mucho más perjudicial para el desarrollo del ser humano que la violencia. ¿Existen esos estudios?

Basta con poner un anuncio con la cantidad inadecuada de piel al descubierto, en lo que llamaremos una pose insinuante (con hombres y mujeres, no nos agarremos al tema del sexismo), para que al grito de erótico o pornográfico una horda de mentes biempensantes arremetan contra la impúdica exposición de carne. Alegando el efecto pernicioso, traumático incluso, que pueden causar esas imágenes en el pobre ciudadano indefenso, sobre todo en los niños. Ahora bien, si en esa misma marquesina lo que insertamos es un cartel del próximo taquillazo cinematográfico de acción, con un señor de cara fiera apuntando directamente a los viandantes con el cañón de su pistola, nadie entenderá que esa imagen represente ninguna amenaza para sus valores.

Si miramos los medios de comunicación un día cualquiera, informan sobre robos, agresiones, broncas diversas, alguna que otra noticia bélica (cuantas menos mejor porque no gustan) todas ellas apenas sin filtro. Si es posible con las imágenes pertinentes de la mayor crudeza bajo el manido epígrafe de «advertimos de la dureza de la imágenes», o el tradicional «estas imágenes pueden herir la sensibilidad del espectador». Desatendiendo el ninguneado horario infantil, a lo largo del día, podremos verlas repetidas en multitud de programas y cadenas, más lo que nos llegue por las redes sociales. Si la cosa tiene miga se emitirá durante varios días hasta agotarla.

La cantidad de trailers y películas con secuencias violentas a los que tenemos acceso en Internet es ilimitado. Gran parte del reclamo se basa en estimular al futuro espectador con imágenes de explosiones, tiros, golpes y violencia en su mayor parte desproporcionada y gratuita, aunque esa es otra historia.

Creo que todos estaremos de acuerdo en que existe un tipo de cine, el denominado Cine de acción, que en sus márgenes sustenta películas con un argumento irrisorio, y cuyo metraje se basa en una consecución de gente golpeando, disparando, acuchillando y otras variantes aceptables y creativas. Algo más allá va el cine Gore en el que la premisa argumental puede ser algo como «te voy a sacar las tripas mientras miras». Todo el mundo tiene su público y a mí me parece bien.

Una película llamada «normal» puede contener elementos realistas de cualquier tipo, menos sexuales. El sexo puede aparecer pero con cierto disimulo para no molestar al gran público, mientras que la violencia se puede mostrar abiertamente. En la comedia, especialmente en la gamberra, se da algo más de manga ancha. Se asume que mostrar piel es provocar intencionadamente. ¿Provocar qué?

No hablo siquiera de la práctica del sexo, sino de la simple presencia de un cuerpo desnudo, de hacerlo presente con naturalidad. Si quieres ir desnudo existe un gueto nudista donde no molestas a nadie que no comparta tus «extravagantes» ideas. Tan excéntricas que continúan apareciendo noticias como: El Museo de Orsay prohíbe la entrada a una mujer por su escote: «Sólo miraban mis pechos» o Expulsan a una madre por amamantar a su bebé en una piscina. La desnudez femenina siempre es peor que la masculina, esa es otra. De sobra es conocida la lucha de las redes sociales contra los pezones que está llevando a censurar obras de arte sospechosas, tales como pornográficas venus paleolíticas u obscenos cuadros de Rubens.

Los límites de la desnudez han ido cambiando a la par que la sociedad, desde aquellos tiempos en que había que bañarse en la playa con medias y sombrero. Hablo de nuestra sociedad occidental que las hay peores. Es curioso como el desnudo actual lo marca una porción del cuerpo que se corresponde con estos porcentajes: 1% genitales, 5% el culo, 9% el pecho. Por lo tanto para considerarnos desnudos es cuestión del porcentaje adecuado en determinada situación. En una playa exponer un 1% marca la diferencia entre tomar el sol con tranquilidad y que pueda venir la policía municipal para llamarte al orden.

En resumen, gestionamos una sociedad donde el listón de exposición a la violencia se mantiene bajo, permisivo y difuso, mientras que el de la desnudez continua siendo alto, aferrándose a una anticuada moralidad o a un nuevo puritanismo. Tener valores, moral y pudor está bien, es necesario incluso. Tal vez queda pendiente replantear los criterios aplicables sobre una pistola y sobre un pezón.

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«Decepción del polvo en la tormenta»

Portada Decepción del polvo en la tormenta
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La mirada de Berlanga

Imagen de mohamed Hassan en Pixabay
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No deja de sorprender, que en tantas ocasiones la mirada artística sea la más lúcida de las miradas, la que permite ver sin grandes complicaciones la sustancia misma de algo. Una sustancia difícil de asir, de explicar, de entender. Siempre que me he topado con un extranjero, que mostraba su sorpresa antes algún elemento que le resultaba particularmente incomprensible o llamativo de nuestra idiosincrasia patria, le he recomendado que viese las películas de Luis García Berlanga.

Los personajes de Berlanga, tan simples y tan complejos como cualquiera de nosotros, se topan con todo lo que supone ser lo que son: el fiel reflejo de prácticamente medio siglo. Para componer esta peculiar historiografía, hicieron falta un batallón de inmejorables actores y actrices, que llenaban la pantalla de una humanidad desprovista de aspavientos y heroicidad, un puñado de impecables guiones (buena parte escritos al alimón con el grande y humilde Rafael Azcona), un gran equipo de profesionales y un director tildado de mal español. Qué no es poco.

Berlanga supo como nadie ponernos frente a nosotros mismos, frente a las pocas grandezas y las muchas miserias de las que se jalona, a su pesar, la vida del españolito medio. Con esos mimbres hizo comedia, comedia agridulce, comedia negra, pero comedia.

El repaso de algunos de los títulos de sus películas, configuran una asequible cronografía de la pequeña historia de España. Esa historia que lleva en volandas al insignificante ciudadano de a pie.

Partiendo de los grises, pero a su manera esperanzados años cincuenta en que rueda «Esa pareja feliz» (codirigida por Juan Antonio Bardem) y «Bienvenido, Mister Marshall». Europa se alejaba a zancadas de la Segunda Guerra Mundial, y aquí se mantenía la ilusión de que podíamos ser «liberados». Pero terminan los cincuenta sin que ocurra nada, salvo la consciencia de que España es diferente y que la cosa puede ir para largo. En «Los jueves milagro», los habitantes de un pequeño pueblo deciden promocionarse a base de simular puntualmente un discreto milagro. Para comer no queda otra que exprimir lo que se tiene, y sino se tiene se inventa. Eso no se llama fraude, se llama picaresca que es una cosa muy nuestra.

Llega la década de los sesenta demostrando que, la supervivencia sigue estando a la orden del día, que bien se trate de pagar la letra del motocarro o de conseguir un piso, se tropezará una y otra vez con todo tipo de complicaciones y calamidades. «Plácido», que no desea más que ser trabajador, formal y buen pagador, se amarga de puerta en puerta en plena Nochebuena persiguiendo y sirviendo a la gente de bien, para las que sus preocupaciones son una minucia. En «El verdugo», su protagonista atrapado igualmente por las espiral de las circunstancias, se verá obligado a ejercer su terrible profesión, a la que ha accedido solo para garantizar un techo a su familia. La necesidad es mucha, y aunque sea a rastras, cada uno tendrá que hacer lo que se espera de él. No hay concesiones, en esa España en blanco y negro, la felicidad es algo remoto que queda muy a trasmano.

«¡Vivan los novios!» presenta una España en el tardo franquismo, reprimida y llenándose de desinhibidos turistas en bañador. Europa y lo que significa está ahí, casi al alcance de la mano, sin embargo aquí las cosas siguen funcionando a su propio ritmo. La boda de los protagonista se llevará a cabo, aun teniendo que ocultar el cadáver de la madre del novio en una bañera hasta pasado el convite. De nuevo una presunta felicidad convertida a empujones en profunda decepción.

En los siguientes veinte años se cierra una época y se abre otra. La trilogía de la familia Leguineche que empieza con «La escopeta nacional», deja a las claras que han cambiado las formas pero no el fondo. El español que hasta ahora sobrevivía contra viento y marea, aspira a ser mejor, a tener posibles, a demostrar que es moderno y burgués. El país, de nuevo a su manera, quiere ser Europa. Berlanga enseña entonces la caída de los grandes de España, personificada por el estrafalario marques de Leguineche y su decadente familia, y la llegada de los nuevos mandamases: políticos y empresarios. Los demócratas pretenden dan la vuelta al país como a un calcetín. Finalmente todo queda en eso, está dado la vuelta pero es el mismo calcetín. Los pretendidos pro-hombres también son más de lo mismo, pícaros y vividores sin escrúpulos, con lo que más valdrá no toparse. Gentes que comparte una aspiración última: «dar un pelotazo«. Todos ellos serán retratados a comienzos de los noventa en «Todos a la cárcel».

En 1985 Berlanga crea una película que, en mi opinión debería formar parte del temario de Historia de escuelas e institutos. «La vaquilla» resume el cainismo absurdo y terrible de este país, donde lo único que nos enfrenta a unos con otros convertidos en marionetas, es la ideología tragada a cucharadas, dogmática, venenosa y mortal. Si hay algo que demuestra La vaquilla, es que no es posible reconocer al enemigo a simple vista ya que es igualito que nosotros, por dentro y por fuera. Lo dice a la perfección el Brigada Castro interpretado por el enorme Alfredo Landa:

Lo que es la vida mi teniente. Aquí en pelota, ni enemigos ni nada. Y además nos invitan a desayunar

Por suerte tuvimos un creador que supo como nadie retratar nuestro semblante al claro-oscuro, en blanco y negro y en color. Tal vez en algún momento, las películas de Berlanga ya no representen el día a día del hombre y la mujer de la calle. Viendo las noticias, dudo mucho que ocurra, y si ocurre no será pronto. Es innegable que todos nosotros vivimos día sí día no situaciones que no admiten otro adjetivo que el de «Berlanguianas».

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«Decepción del polvo en la tormenta»

Portada Decepción del polvo en la tormenta
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Muchas ovejas con teléfonos móviles

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En una escena de la película «El fracotirador» (Clint Eatwood, 2015), se muestra un momento de la infancia del protagonista: la familia sentada a la mesa come. El padre les explica a sus dos hijos, que hay tres tipos de personas en el mundo: ovejas, que viven indefensas ignorando la existencia del mal, lobos que usan la violencia para abusar de los débiles, y perros pastores que sienten la necesidad de proteger al rebaño, son una rara raza que vive para enfrentarse a los lobos.

Una sucesión de breves e infames noticias me han hecho preguntarme: ¿dónde están los perros pastores?

La primera de las noticias mostraba a un hombre, de día, en una de nuestras seguras ciudades del primer mundo, forcejeando con cuatro atracadores. El forcejeó terminó cuando uno de los maleantes le apuñaló en el costado. La segunda noticia, menos violenta, únicamente en lo físico, pero más cruel en todos los sentidos, informaba sobre un pobre niño de once años que había querido celebrar su cumpleaños junto a su compañeros de colegio, en agradecimiento los otros niños lo humillan cantándole una versión ofensiva del «cumpleaños feliz» aludiendo a su peso.

La tercera noticia contaba la muerte de un perro atado a pleno sol en una terraza durante cuatro días, sin comida ni agua, ignorados sus lamentos por sus dueños.

Las tres noticias tenían cosas en común: la primera todas habían ocurrido en un país del primer mundo como es el nuestro, todas ellas se apoyaban con imágenes tomadas por teléfonos móviles y todas habían acabado mal. En ninguna de ellas nadie hizo nada para ayudar a quien era robado, atacado, humillado o torturado. Ni un solo perro pastor a la vista para combatir a los lobos, para combatir al mal.

No soy un héroe, ni exijo a nadie a que lo sea, pero me pregunto: ¿qué impidió a todos los testigos ayudar?

En el caso del atraco puedo entender que fue el miedo, en el caso del niño también podría justificar así, pero, ¿y en el caso del perro? ¿Cómo es posible escuchar durante cuatro días a un ser vivo e indefenso ser torturado y no hacer nada? En realidad, los vecinos de esos criminales, si hicieron algo: grabaron la agonía del animal con el móvil, bien por piedad, bien por tener una prueba de sus molestos vecinos. Avisaron también a la policía, que por falta de legislación adecuada, se limitó a tocar en la puerta y al no recibir respuesta se dio media vuelta y se fue por donde vino.

Tres fracasos: la inseguridad ciudadana, el acoso escolar (la crueldad de los niños perversos no parece ceder ante campañas educativas) y el maltrato animal impune, que a mí me parece antecedente del humano, porque en mi opinión, quien le hace eso a un pobre perro, no tendría mucho escrúpulo en hacérselo a una persona.

Vivimos en una sociedad que parece anestesiada por el «buenismo», por una realidad de ovejas que ignoran el mal, y que al topárselo de frente no saben hacer nada salvo parapetarse tras un teléfono móvil. Ese teléfono móvil, que parece tener la mágica capacidad de convertir lo que ocurre en algo irreal y lejano, y al mismo tiempo sirve de excusa para la más completa inacción.

En demasiadas ocasiones vemos este tipo de casos: algo ocurre y la mayoría de personas lejos de ayudar sacan sus móviles y graban. ¿No hemos escuchado a víctimas decir que nadie hacía nada y sin embargo todo ha quedado grabado?

Entender que la vida es algo que ocurre asépticamente en una pantalla, convertirla en una especie de ficción televisiva, nos inmoviliza.

Unos chicos de quince años acorralados por las llamas, después de interminables minutos de terror, saltan por las ventanas de un quinto piso. Vemos las imágenes sobrecogidos, sin preguntarnos cuándo duró aquello y por qué nadie puso colchones, o cogió una manta para entre varios intentar amortiguar su caída. Toda la gente que miraba, solo miraba y el resto se aprestó a tomar sus móviles para sacar fotos y vídeos.

Apenas quedan perros pastores, tal vez nunca hubo demasiados, pero lo que si hay es una cantidad en aumento de ovejas con teléfonos móviles.

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«Decepción del polvo en la tormenta»

Portada Decepción del polvo en la tormenta
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El odio envejece pero no se desgasta

Imagen de Ulrike Mai en Pixabay 
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El día de los enamorados de 1989 un escritor, del que nunca había oído hablar, apareció en las noticias de la televisión. El escritor era Salman Rushdie, la noticia su condena a muerte. El pasado viernes doce de agosto, treinta y tres años después, en un acto público rodeado de testigos en el Estado de Nueva York, un hombre se atribuyó el papel de verdugo acuchillando a Rushdie. En 1989 sentí absoluta sorpresa al descubrir que, sin más, se podía condenar a muerte a un escritor bajo el supuesto delito de blasfemia, hoy me abruma comprender que el odio envejece pero no se desgasta.

Tras la fatwa, decretada desde Irán por el régimen de los ayatolas, en la que se ponía precio a su vida, Salman Rushdie se convirtió en un símbolo y en un fantasma, oculto desde ese momento bajo permanente protección policial del gobierno Británico. Mientras, su libro «Los versos satánicos», era objetivo de furibundas protestas: pancartas pidiendo la muerte de Rushdie eran exhibidas por manifestante encolerizados, en muchos países el libro fue prohibido, denunciado, quemado en las calles, retirado de librerías en medio mundo por miedo. Se produjeron atentados con bomba, Ettore Capriolo (traductor al italiano) fue atacado, Hitoshi Igarashi (traductor al japonés) asesinado y a William Nygaard (editor de la novela en Noruega) le dispararon resultando gravemente herido. Libreros, editores, traductores, cualquiera que apoyase el libro o a su autor podía ser el siguiente.

Por esas mismas fechas Martin Scorsese recibió amenazas por «La última tentación de Cristo», película considerada irrespetuosa con el Cristianismo. En 2006 se desactivó una bomba junto al camerino del cómico Leo Bassi, el artefacto era la respuesta a su espectáculo crítico con el catolicismo «La revelación». Ese mismo año, un joven escritor italiano llamado Roberto Saviano presentó su novela «Gomorra». Amenazado de muerte, Saviano lleva los últimos quince años oculto bajo protección policial. En enero de 2015 dos hombres armados entraron en el semanario satírico francés Charlie Hebdo, dejando tras de sí una docena de muertos y otros tanto heridos. Esa fue la venganza por la publicación de unas caricaturas consideradas ofensivas hacia el Islam.

La libertad de l@s creador@s, sus propias vidas se encuentran bajo la sombra permanente de la violencia. Escribir un libro, hacer una película, una obra de teatro, una viñeta o una canción puede hacer que fanáticos o criminales te señalen y dicten sentencia de muerte.

El riesgo de tocar un tema tabú es grande. Los motivos, simples excusas, son variados, el resultado el mismo: el miedo consciente o subconsciente queda fijado. Las ideas son encadenadas sin demasiado disimulo, en un acto de auto-censura, pero también de auto-protección para evitar ser el siguiente Rushdie.

Mientras escribo este artículo, las noticias son que el escritor se recupera, aunque está grave. El atentado contra Salman Rushdie no ha sido noticia de primera plana, más bien una noticia de segunda en los medios. Tal vez no conviene hacer notorio que los bárbaros son pacientes y perseverantes. El apuñalamiento ha conseguido un objetivo mucho más amplio que la muerte del escritor, ha conseguido poner delante de los artistas el enorme recordatorio del precio que puede tener su arte, de la heroicidad involuntaria que puede suponer ejercer la libertad.

Me gustaría descubrir mañana actos multitudinarios y manifestaciones de escritores, músicos, pintores, cineastas (, entre ellos muchos de esos que se ofenden y ponen el grito en el cielo por cualquier menudencia). No veré a miles de esas y otras personas en ciudades importantes, marchando indignadas por la persecución interminable y el intento de asesinato contra alguien, cuyo único pretendido crimen fue escribir un libro. ¿No es Rushdie uno de ellos, uno de nosotros? Imagino que eso no ocurrirá, porque nadie quiere arriesgar el pellejo junto a un hombre que dispone de un puñados de palabras sobre un papel, como una única arma para defenderse.

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«Decepción del polvo en la tormenta»

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Esmaltada matemática

Imagen de Gerd Altmann en Pixabay
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Es en nuestra infancia, donde nos presentan el interminable y desconcertante camino de los números. Un universo mágico, no lo neguemos. Solo hay que observar a niños y niñas contando con los dedos, comprendiendo de pronto, que en cada mano tienen cinco dedos, los mismos que en cada pie. Un pasmo infantil, inagotable, que se extiende al adolescente resolviendo por primera vez un ejercicio matemático, como sí, a pesar de la teoría y de la metodología explicada y aprendida durante años, el resultado correcto se materializase consecuencia de un sortilegio, de formular una combinación de conjuros.

Luego llegan muchos más conceptos, cantidades, magnitudes, teoremas de nombre griego, números disfrazados de letras, ecuaciones. Todo un sinuoso universo metafísico, repleto de extensas y jeroglíficas fórmulas capaces de colapsar la mayoría de los cerebros. Un conjunto real e imaginario que puebla nuestras pesadillas de adolescencia. Las cantidades comienzan a ser amenazadoramente grandes o inquietantemente pequeñas. Su manejo se complica hasta hacernos sudar y desesperarnos. A medida que aumentan las operaciones, según se incrementa su dificultad, se alejan de ser aplicables en la vida cotidiana. Escapan del mundo físico.

Nuestra frustración aumenta, nuestra comprensión disminuye. Empezamos a incubar una amargura que termina en esa desconfianza, ese resentimiento temeroso que la mayoría de las personas mostramos hacia las matemáticas. Aceptamos aquellos números que representaban entidades reales: diez dedos, cuatro ruedas, una docena de huevos. Los otros números que nos rodean, perturbadores e intangibles, los vemos con indiferencia, con escepticismo, con resignada lejanía. Confiamos su manejo a determinados expertos hechiceros (matemáticos, economistas, incluso políticos…).

Los elementos más cotidianos que marcan nuestra vida, como en el caso de nuestro salario, son simples números inmateriales. Hace años el sueldo era un puñado de billetes y monedas que pasaban de mano en mano. Hoy nuestro sueldo es una cifra en la aplicación online de nuestro banco. Tras el impedimento de la vejez, la presión de la nostalgia, o la cauta desconfianza en la impuesta modernidad, aun resisten quienes hacen uso de una parte de su dinero en monedas o billetes, palpándolo el tiempo justo de pasar del cajero automático a la cartera y de esta a otra mano para cubrir pequeños pagos. La mayoría somos usuarios de los sistemas de pago electrónico. Esta abstracción numérica gana terreno, hasta el punto de que hemos perdido la capacidad de imaginar lo que representa en el mundo material una cantidad medianamente grande. ¿Hemos pensado alguna vez cuantas monedas de euro componen nuestro sueldo? ¿Cuánto billetes amontonados sobre una mesa representan los intereses que nos cobra un banco por nuestro crédito?

Escuchamos que se necesitan o se invertirán 5.000, 10.000, 30.000 millones de Euros, exclamamos automáticamente: ¡Qué barbaridad! Pero ni por un momento llegamos a imaginar que representa esa cifra en el mundo real. ¿Cuántas naranjas o quesos de bola son 5.000 millones de Euros? ¿Cuántos coches uno tras otro en nuestra calle? ¿Cuántos pantalones? ¿Cuántas habitaciones o campos de fútbol (sistema de media irracional) hacen falta para guardar ese dinero? ¿Si es que existiese físicamente en alguna parte? Nuestra imaginación no alcanza a tanto.

Como los niños que fuimos, somos conscientes de las pequeñas cantidades, las que podemos agarrar con la mano, las grandes, las enormes nos trastornan por irreales. Si nuestro hermano o hermana se queda en paro, entendemos su problema, podemos calcular los meses que le durará el subsidio con el que pagará la hipoteca. Le dedicaremos un rato de cavilación. Es una persona real. Si vemos en televisión que hay cuatro millones de parados o de pobres, es una cifra que no podemos alcanzar. Nunca hemos visto cuatro millones de ninguna cosa, exceptuando los minúsculos granos de arena en un playa.

Gentes desesperadas convertidas en porcentajes en una confusa estadística. Por arte de magia las personas y sus sufrimientos desaparecen. Todos son, somos números. Cien mil niños muertos por hambre en África, cuarenta mil despidos en cierta multinacional, diez mil personas afectadas por tal enfermedad rara, mil ancianos estafados por algún banco. ¿En qué se convierten? Diez segundos en las noticias, una columna en el periódico, una página en un informe. Reducidos a una barra coloreada de un gráfico.

La próxima vez que oiga una noticia que incluya un número o un porcentaje, párese un momento y calcule. ¡Piense! Tenemos que poder imaginar que representa cualquier cantidad en melocotones, en barras de pan, en pares de zapatos, en libros, en medicamentos, en personas e incluso en lágrimas. Intentando romper esa embustera y tranquilizadora distancia que nos imponen con esmaltada matemática.

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«Decepción del polvo en la tormenta»

Portada Decepción del polvo en la tormenta
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El mérito de hacerlo mal

Imagen de Manfred Steger en Pixabay
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Mi PODCAST

Soy un gran aficionado a extrapolar. Me ayuda a plantear las situaciones y las respuestas. Sobre todo, porque en muchas ocasiones permiten dilucidar un tema complejo, que no lo sería de aplicar una cierta lógica.

Así imagino que, de alguna forma, trabajar en el departamento de selección de Recursos Humanos, de ser como catalogar extraterrestres. Existe tal variedad de alienígenas y de matices entre ellos, que solo cabe escogerlos en función de la tarea que tenga por delante.

A estos profesionales de RRHH, se les dan una pautas para localizar a la persona adecuada, y pasada la primera criba toca filtrar por una serie de valores tangibles y menos, si se ajusta a lo que se busca. No es una tarea fácil. Lo que se busca y lo que se necesita puede que no sean la misma cosa.

Siempre he estado en el lado del extraterrestre y como tal, prefiero una entrevista amable, cómoda, humana de la que sales sabiendo que no era tu momento (la mayoría son así afortunadamente), que otra a cara de perro en la que se busca una presumible profesionalidad ajustada a ciertos patrones difusos, que termina por ser una experiencia desagradable e innecesaria para ambas partes.

Pasé por una que, a mi modo de ver, fue particularmente lamentable. La entrevista en cuestión me la hicieron en tándem una persona RRHH y un responsable técnico. En cierto momento me lanzaron esta pregunta: ¿Cuál es el momento profesional del que te encuentras más orgulloso?

Yo, de mi padre, un hombre humilde que trabajó toda su vida deslomándose, he aprendido el simple orgullo de hacer un buen trabajo cada día sin ponerse medallas. Así que, de lo que estoy más orgulloso es de eso mismo, de hacer un buen trabajo cada día, de intentar mejorar y sobre todo, de pasar por los diferentes puestos tratando de llevarme bien con toda persona con la que trabajo, o al menos no mal, porque desde mi punto de vista, si se olvida a la persona no se puede llegar al profesional. Esto es lo que pienso y esto es lo ingenuamente contesté.

Por sus caras entendí que mis palabras les parecías inapropiadas, incongruentes. Mi respuesta no incluía el tipo de profesionalidad adecuado. Ellos no aceptaban aquella respuesta que les parecía simple y genérica sobre valores humanos, hacer equipo y el esfuerzo diario. Buscaban otra cosa, un suceso heroico. Puntualizaron que se referían a algún momento peliagudo que hubiese requerido una avalancha de horas extras, noches sin dormir, un fin de semana de infarto para hacer que algo funcionase contra reloj, posiblemente terminado en una úlcera de estómago, una subida de tensión o un amago de infarto.

Mi contestación fue algo así: «Me plantean no solo un día que va mal, sino un especie de catástrofe. A menos que ocurra un accidente, se llega hasta ahí porque se han cometido errores por el camino, no se hizo bien un trabajo previo o se hizo una chapuza, cuya consecuencia final es un sobre-esfuerzo para resolver un problema que, en la mayoría de los casos, podía prevenirse con el mero hecho de realizar bien las tareas del día a día. Claro que he tenido ese tipo de días pero, fuesen o no culpa mía, no me enorgullezco que ellos. Nadie puede presumir de rescatar a gente de un barco que, previamente por negligencia, ha lanzado contra unas rocas. Como he dicho estoy orgulloso de cada día de trabajo que va bien, y de conseguir con ello reducir en lo posible los días apocalípticos.»

Sobra decir que no me ajustaba a valores profesionales que buscaban y que no pasé la entrevista. Mis características les parecieron alejadas del tipo de alien al que deseaban encontrar.

¿Cuáles eran esos valores profesionales que buscaban? El planteamiento, por el insistencia en la pregunta, parecía ser que es endémico hacer mal las cosas, que lo importante no es mantener un línea de trabajo constante y correcta, sino entender que el ambiente laboral puede, empujado por múltiples factores, estar inmerso en la baja exigencia, en la falta de calidad que lleva pronto o tarde, inevitablemente a una emergencia, o a la posibilidad de que las emergencias sean el pan nuestro de cada día. No son pocas las entrevistas en las que se me ha preguntado por trabajar horas extras con la boca pequeña: «No es que pase, pero…»

Por supuesto que no todas las empresas y proyectos son así. Sin embargo no recuerdo a nadie que no haya pasado por incidentes de prisas, mala planificación, problemas de última hora, etc, etc, convirtiendo este tipo de situaciones en algo consustancial.

Extrapolando el ejemplo, no sé mucho de aviación pero, me preocuparía que a un piloto se le hiciera hincapié en que gran parte de su profesionalidad dependiese en su habilidad con los aterrizajes forzosos, dando ha entender que la compañía por causas sin especificar los tiene día sí, día también.

¿El mérito de un auténtico y flexible profesional, está en hacerlo discretamente mal, hasta que no quede otra que apagar un incendio y ponerse una medalla? Tal vez yo sea realmente un Marciano.

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«Decepción del polvo en la tormenta»

Portada Decepción del polvo en la tormenta
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De la admiración y la patética copia.

Imagen de S. Hermann & F. Richter en Pixabay
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No es inusual mostrar una despreocupada admiración por ciertas personas, atraídos por sus cualidades, capacidades, personalidad, por lo que hacen o por lo que representan .

Un recóndito y sutil mecanismo mental condiciona la elección de alguien o algo como referente en nuestra vida. ¿Qué nos lleva a admirar a alguien? ¿Cómo nos precipitamos de la tibia admiración a la obsesión, al fanatismo? Es una persona a la que realmente no conocemos, únicamente hemos accedido en la distancia a alguna de sus facetas: éxito, ideas, su trabajo, «su vida y milagros». Es más, cuando se trata de abstracciones como en el caso de personajes ficticios, ni tan siquiera podríamos apelar a una pretendida transferencia de personalidad.

Es comprensible mostrar afinidad hacia alguien, cuya trayectoria vital contenga paralelismo con la nuestra. Recuerdo un experimento, en el que a un grupo de estudio se les entregó la biografía de Rasputín. La mitad del grupo lo valoró por encima de la otra mitad. En la documentación entregada a quienes se mostraron más benévolos, se había manipulado un dato, solo uno: la fecha de nacimiento de Rasputín se había hecho coincidir con la de cada participante. Un leve empujón y la balanza se inclina.

La admiración basada en los hechos es más racional, más lógica, puesto que en parte se sustenta en algo medible. Si bien no siempre se puede cuantificar de forma directa, analizando a los grandes personajes de la historia, el deporte, el arte (pintura, la música, el cine), etc, es fácil comprobar cuan profundamente contribuyeron a su tiempo, y hasta donde se ha extendido su influencia posteriormente. Claro que, aun basándonos en datos objetivos, el motivo por el que primamos a unos sobre otros no lo podemos argumentar sin apelar al afecto irracional que nos provocan.

Ese sentimiento de admiración nos impulsa a ponernos en marcha, ya sea para seguir cual fiel rebaño a ese personaje, o para emular lo que hace, intentando alcanzar con nuestro propio esfuerzo una posición similar a la que disfruta. Bien encauzado nos incitará a marcarnos un objetivo vital. Tener una meta fundamenta una vida.

Sin embargo, en una persona con algún tipo de desequilibrio emocional o mental, ese impulso puede arrastrarla a un tenebroso callejón sin salida. En el extremo se impone la determinación, la necesidad de hacerse visibles y presentes en la vida del personaje admirado. Son conocidos los casos de acoso a famosos y famosas. Los peores, admiradores/acosadores, al sentirse rechazados, excluidos en la fantasía que han creado, llegan a la violencia, al suicidio o al asesinato.

Por otro lado, tenemos la figura del imitador o imitadora, que aspiran a convertirse en una copia física de la persona a la que idolatran. Reproducen sus ropas, su forma de peinarse, su manera de hablar, todo lo que sea posible. La cirugía estética es la opción definitiva. Alardean de pasar recurrentemente por un quirófano en su afán de transformarse en su ideal: el culo de Jennifer López, los labios de Angelina Jolie, los pómulos de Justin Bieber. Particularmente llamativo me resultó un hombre que se sometió a operaciones quirúrgicas, que no se puede llamar de otro manera que de mutilación. Esta persona, a la que vi por televisión, se operó quince veces tratando de que su rostro quedase igual que «Craneo Rojo» el archi-enemigo del «Capitán América». Lo miré con sorpresa y pasmo. Ese hombre anhela tanto alejarse de su propia realidad que no duda en ser villano de cómic. Cubre su cara con una máscara permanente. Prefiere ser un personaje DE FICCIÓN salido de la imaginación de otro que él mismo. No seré yo quien le niegue la felicidad a nadie. Pero me planteo: ¿si no eres tú?, ¿si llevas un disfraz sobre tu propia piel?, ¿quién eres?, ¿con quién hablo?, ¿manda la persona o el personaje?

Yo siento admiración por muchas personas. Me gustaría llegar donde han llegado, pero no ser ellas. Si mañana me operase de arriba a abajo para ser igualito que Paul Neuman no sería él. Por mucho que tuviera su cara, no tendría su vida, no tendría lo que lo hizo único. No dejaría de ser una falsificación, perdiendo por el camino lo que, para bien o para mal, me hacía único a mí. Admiremos a quien admiremos, ante nosotros mismos es indispensable decidir si queremos ser tenaz y siempre mejorable original, o simple copia de escaso valor.

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«Decepción del polvo en la tormenta»

Portada Decepción del polvo en la tormenta
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Retomemos el insulto «Vintage»

Imagen de Peter Dargatz en Pixabay
Imagen de Peter Dargatz en Pixabay
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La pobreza léxica que se desparrama por nuestra lengua también se refleja en el insulto. Según parece, llegada la ocasión, brotan precipitados los familiares vocablos: «gilipollas, imbécil, cabrón/cabrona» y el sempiterno «hijo de puta«. ¿Qué culpa tendrá la madre de nadie?. Como en casi todo, hemos acogido la simpleza en el improperio, relegando palabras calificativas mucho más exactas, más sugerentes. Así pues, transitemos situaciones habituales, rebuscando tenaces, el término ofensivo que permita obsequiarnos los oídos con el acierto, y la sonoridad de la palabra apropiada, justa, eficaz al repentino o meditado momento de la injuria.

Hombre, que mira a las mujeres con evidente cara de perro que pasa hambre. Que observa furtivo, con fijación de voyeur profesional, cada movimiento de su compañera de trabajo. Ensoñación de alborotadas y sudorosas escenas pornográficas donde él, entusiasmado da lo mejor de sí, en esos torpes, cortos, extenuantes e ingratos minutos que suele emplear en zanjar el asunto. Ese individuo de imaginación calenturienta y desbocada según el diccionario es un «baboso«.

FIRMA DE LIBROS


Feria del Libro de Murcia Domingo 10 Octubre Caseta Letrame

El sobrio, adusto, temido mostrador, que la pandemia ha puesto en peligro de extinción, es en muchas ocasiones el tradicional hábitat de esa persona inexpresiva de respuesta corta, de mirada apática e indiferente, cuyos ojos muestran una melancólica mirada de pez, mirada de «besugo«. Un «gandul» profesional del cuanto menos hago menos quiero hacer. Un «haragán» metódico que viendo interrumpido el profundo hilo de sus laboriosos pensamientos, nos lanza una mirada de contenida furia, acompañada de un puñado de tajantes sentencias reprobatorias, que nos hacen ver nuestra despreciable naturaleza de molesto mendigante.

Continuando con los mostradores y las mesas de oficina, topamos con ese jefecillo o jefecilla. Insignificantes jerarcas que todos y todas hemos sufrido en algún momento. Ese, de movilidad limitada, que camina sujeto por los hilos de la superioridad, que es voluntarioso responsable de todo, cuando la cosa va bien, de nada cuando la cosa anda mal. Ese «fantoche» disfrazado de persona notable, «pintamonas» siempre agradecido y obediente a los pies de cierto «fulano» con imperioso mando sobre su destino. Un elemento que peldaño a peldaño, cuando alcanza su madurez profesional, es simple y llanamente un «lameculos«, «mamporrero» diligente.

Cuñado, amigo o vecino que es más listo que nadie, que da su opinión sin que se le pida, que desdeña irritado la réplica. Cree en su entusiasmo, que sus sabias palabras son insuperable luz irrenunciable. Lleva escrito en la frente «mindundi«.

En Internet, sin mediar provocación aparecen chicos y chicas sonriendo, el motivo es confuso, inexacto, pero allí están, sonriendo con vigor. Al parecer son influercers. Que para ser influencer es necesario que haya personas influenciables, o fácilmente influenciables, pero no nos desviemos. Son «lechuguinos» o «petimetres«. Digo yo, que si fueran unas «lumbreras«, no se pasarían la vida entretenidos sonriendo en entrenada pose como «mentecatos«, para una dócil e impaciente turba, de los ya mencionados influenciables, de los cuales posiblemente la mitad están sentados en la taza del retrete.

Personas-personajes que salen cloqueando de manera peculiar en los indignos programas llamados del corazón. Entiendo, empleado corazón como elemento de casquería y no de exaltada pasión romántica. Son esos personajes notables, laboriosos e improductivos «mequetrefes» o «sinsustancia«. Y «pazguatos» quienes habitualmente miran y oyen hipnotizados con disfrute esa televisión cloaca .

Sujeto indolente que aparca sin serlo en una plaza de minusválido, atiende por «sabandija«. También puede aplicarse en ocasiones a político y persona de discutible autoridad que, con determinación, gracias a sus inverosímiles méritos y su concienzudo medrar, pasa de mero «robaperas» a opulenta «sanguijuela«.

Amiguete/a que no reconoce una tuna ni en fotografía pero que es claramente un/a «tunante/a«. «Zascandil» incluso, de amistad condicionada y oportunista. Un «crápula» en toda regla.

Por último, tenemos a esa persona que escribe un blog con aviesa intención, pesado e insistente, sobre los pretendidos males que afronta el mundo, ese soberbio «tocapelotas«; servidor de usted.

Si no te gusta este artículo seguramente pensarás que soy un «pedorro«, un «pelma«, que es más «sonso» que otra cosa. Tirando para la tierra no seas «malaje«. Con un pequeño esfuerzo, demostraremos tanta clase que, hasta la vanidad del ofendido se removerá con un hormigueo de satisfacción al conseguir que el insulto sea signo de distinción.

Temo que algún deslenguado

lo sepa, y diga: don Mendo

es un vil y un desahogado,

que se pizca de aprensión

aprovechó la ocasión

que él creyó propicia y obvia

y pagó a cierto Barón

con alhajas de su novia.

Y me anulo y me atribulo

y mi horror no disimulo,

pues aunque el nombre te asombre

quien obra así tiene un nombre,

y ese nombre es el de … chulo.

La venganza de don Mendo – Pedro Muñoz Seca

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«Decepción del polvo en la tormenta»

Portada Decepción del polvo en la tormenta
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Bibliografías y referencias utilizadas:

Revista GQ: 221 insultos en castellano (ni más ni menos) que deberías conocer

El reto histórico: Como insultar en castellano antiguo

Caza de brujos

Imagen de Ирина Ирина en Pixabay
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No deja de ser preocupante que, para hacer uso de la libertad de expresión, lo primero que haya que hacer es defenderse. Etiquetarse con claridad de neón. Aun así, expresar ciertas ideas, contradecir el pensamiento imperante o remarcar las contradicciones, inexactitudes o defectos de cierto discurso políticamente correcto, te señala no como sospechoso, sino como absoluto culpable.

Dicho esto: empezaré por defenderme. Hedy Lamarr fue una gran inventora a la que no se le ha dado el crédito y difusión que merece, Yasmina Reza es una dramaturga excepcional, Kathryn Bigelow merecía sobradamente el Óscar, igual que Isabel Coixet cada uno de los Goyas conseguidos, los libros de Toni Morrison son fabulosos y la serie «Mom»con su humor irreverente es una de mis favoritas. Estas son las pruebas que presento en principio a mi favor.

Leí un artículo cuyo alegato principal era: si no te gusta Wonder Woman 1984 es porque eres un machista.

La aparente simpleza de esta acusación se sustentaba, con una profusión de insistentes argumentaciones, a largo del extenso artículo, en la existencia de un complot de machistas friquis para hacer fracasar las películas de super-heroínas, a través de las redes sociales. La actual fase de ese maquiavélico plan se centraba en Wonder Woman 1984. Por tanto, cualquiera al que no le guste esta película colaboraba de facto con dicha conspiración.

No seré yo quien niegue la influencia de redes sociales y lobbies en una campaña a favor o en contra de algo. Ahora bien, es ir un poco lejos, dar por hecho que si no te gusta Wonder Woman 1984 eres un machista conjurado, o peor, un convencido misógino.

Los primero, tener en cuenta que la opinión sobre una obra cinematográfica, como sobre cualquier obra artística, es un criterio subjetivo, completa y absolutamente subjetivo. Yo puedo opinar, equivocado o no, que «Ovejas asesinas» es la mejor película de la historia. Cualquier opinión argumentada y respetuosa a favor o en contra sobre Wonder Woman 1984 es respetable.

En segundo lugar: ¿la presunta conspiración friki-machista cuenta con tanto poder como para alejar a las mujeres de las salas de cine? ¿Para manipularlas en masa? ¿Convencerlas de que esa película en particular es mala? Francamente, a diferencia de lo que parece creer paternalmente el autor del artículo al que me refiero, yo no pienso que el público femenino sea tan maleable (por no usar un adjetivo más grueso). Ni que los cinéfilo sean una horda cuyo amor al cine se acompaña de un insuperable odio a las mujeres. La conclusión más simple, si la película finalmente no triunfa puede que no sea demasiado buena o que no haya encontrado a su público. Algo que no es una novedad en la historia del cine

Volviendo a la cuestión de fondo. ¿Mi juicio es sospechoso por ser hombre? ¿Tengo que defenderme previamente para opinar con respeto, pero negativamente, sobre algo que hace una mujer, que protagoniza una mujer o que trata sobre mujeres? ¿Tengo que callarme porque penderá rauda sobre mí la acusación infundada de que soy un machista? No me apetece renunciar a mi libertad de expresión por esta distorsionada sinécdoque, en la que el feminismo radicalizado está convirtiendo las opiniones. Extendiendo una auto-censura temerosa ante un nuevo puritanismo ( juez, jurado y verdugo), que en un instante puede abrasarte en una hoguera virtual.

Me asquea como este tipo de feministas (hombres y mujeres) frivolizan con el machismo cuando la situación de la mujer, es la que es, no ya en nuestro primer mundo donde tiene carencias, sino en el resto del mundo donde es aterradora. Me espantan los feminicidios diarios que vemos en los medios, el maltrato, la violación, la discriminación. Por eso me parece ridículo y miserable andar señalando de machista, a título preventivo, a cada hombre porque no le guste una película o cualquier otra cosa realizada por una mujer. Enturbian la convivencia, al limitar la imprescindible, la mínima posibilidad de diálogo, recelando e imposibilitando la crítica. Pretender el apoyo en un estado binario de todo o nada, conmigo o contra mí, es simplemente sectarismo. El enemigo común es el machismo no lo masculino. No es aconsejable ni constructivo convertir el feminismo en un autoritarismo, una mera aversión hacia los hombres. En una caza de brujos.

Cuando vea Wonder Woman 1984 mi veredicto se basará en criterios cinematográficos. Espero que quien discuta mi parecer lo haga en los mismos términos.

Buena parte de este artículo la he empleado en dejar claro que defiendo LA IGUALDAD de derechos, de sexos (incluido el colectivo LGTBIQ). En expresar que no estoy contra las mujeres sino contra las ideas dogmáticas vengan de donde vengan. Aún así, sospecho que para algunas y algunos, el hecho de no ser sumiso, de mantener mi capacidad de pensamiento crítico, me convierte de manera automática en machista.

Nota: Para que podáis tener vuestra propia opinión, el artículo en cuestión al que me refiero es «Los cinéfilos que no amaban a las mujeres». (No pongo el enlace porque no me apetece ayudar a determinadas ocurrencias) Si tenéis tiempo, en este vídeo se explica la película y se da un argumento más divertido y vehemente que el mio «Si no te gusta Wonder Woman 1984… ¡ODIAS A LAS MUJERES! | UTBH»

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«Decepción del polvo en la tormenta»

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